viernes, 3 de octubre de 2014

El 68 mexicano: ayer y hoy.

A 46 años de la matanza de Tlatelolco se impone al necesidad de revisar lo que cambiado y lo que ha permanecido, lo que no acaba de desaparecer y lo que no acaba de cambiar. Las manifestaciones del dos de octubre tienen siempre un contenido festivo y otro lúgubre: la imaginación y la espontaneidad manifestada en cartulinas, íconos, vestimenta y consignas le dan siempre a la manifestación un ambiente lúdico pero, al mismo tiempo, la sombra ominosa de la matanza en Tlatelolco extiende su pesado manto ayudada por las matanzas de hoy, como la que sufrieron los estudiantes normalistas de Ayotzinapa en el estado de Guerrero, cuando realizaban acopio de recursos económicos para asistir a la marcha en la ciudad de México

¿Qué ha cambiado en México a casi medio siglo de la revolución mundial que estalló en la segunda mitad de los años sesenta? Para empezar la mentira que fabricó el estado para ocultar la infamia, hoy ya nadie la suscribe, aunque muchos en su fuero interno la justifiquen. Tal vez sólo se discute si el ejército estaba enterado o cayó en una trampa fabricada en Bucareli pero, tomando en cuenta el largo historial de brutalidad de los uniformados me parece difícil de sostener. La matanza fue un acto coordinado entre los poderes del estado para aplastar un movimiento que los empezaba a rebasar, como consecuencia del anquilosamiento de un sistema político que empezaba a mostrar sus debilidades.

Por su parte la sociedad mexicana muestra hoy un rostro diferente al que tenía en los años sesenta, aunque estaría por discutirse el sentido del cambio. En términos de la existencia de organizaciones civiles con un mayor grado de autonomía frente al estado y, en muchos casos, estrechamente relacionadas con organizaciones civiles alrededor del mundo el cambio es evidente. Muchas de ellas cumplen un papel central en la denuncia y protección de los derechos humanos de los marginados y olvidados del régimen. Sin embargo, la transición política impulsada desde 1977 -con la modificación del sistema de partidos- para abrirle paso a las fuerzas tradicionalmente marginadas por el sistema, la oferta político-electoral ha llegado a un nivel en el que resulta casi imposible establecer las diferencias en sus programas. El presidencialismo otrora poderoso parece intentar reconfigurarse impidiendo precisamente que el Congreso se convierta en una caja de resonancia de todos los componentes de la nación.

A su vez, los movimientos antisistémicos han diversificado sus formas de lucha incorporando las nuevas tecnologías de la información para romper, en la medida de lo posible, con un cerco mediático más poderoso que hace medio siglo, aunque que no logra apagar el disenso y la exposición de los vicios del poder gracias a la valentía de camarógrafos y fotógrafos que con un teléfono exhiben una y otra vez las barbaridades de la autoridad. Además, estos movimientos están convencidos, en buena parte gracias al neozapatismo, que la política no es la que se da en los círculos del poder -oculta entre los muros de sus búnkers y de sus equipos de seguridad- sino los espacios públicos que se organizan desde abajo, a partir de sus recursos y siempre enarbolando la autonomía como el camino a la emancipación.

Lo que no ha cambiado parece más sencillo y al mismo tiempo muy ilustrativo de donde estamos parados a medio siglo de la matanza de Tlatelolco. No ha cambiado la estigmatización de la juventud estudiantil –tanto por parte del estado como de la sociedad- señalada siempre como una masa manipulable por parte de intereses oscuros para poner en jaque la paz social. La directora del IPN intentó recientemente descalificar las protestas de los estudiantes con el argumento de que estaban organizadas por grupos ajenos al Politécnico (¿No fue eso lo que dijo, palabras más, palabras menos Díaz Ordaz en 1968?).

En un interesante artículo de análisis, Carlos G. Rossainzz afirma que en nuestros días “Las miradas predominantes sobre adolescencia y juventud les consideran instancias incompletas.” Y por lo tanto sus acciones ponen en peligro al conjunto de la sociedad y a ellos mismos. Es por eso, continúa el artículo, que “La respuesta prioritaria, es por tanto, el control a través de políticas sociales y de políticas de orden público… los jóvenes como individuos a quienes hay que vigilar y en su caso castigar.” (La Jornada Veracruz, 02/10/14)

El caso del estudiante normalista de Ayotzinapa que fue encontrado brutalmente asesinado, sin ojos y con la cara desollada es un caso extremo de lo anterior. El castigo debe ser ejemplar, para que aprendan a respetar, dirían sus asesinos. La tortura, la desaparición, el encarcelamiento y el asesinato no son sino parte del repertorio que explica la saña con que las autoridades tratan a los estudiantes disidentes. Y es ésta la respuesta que el estado tiene para los movimientos estudiantiles, a pesar de que Osorio Chong haya tenido el descaro de salir a la calle a dialogar en mangas de camisa con los estudiantes del politécnico o el de invitar a los normalistas de Ayotzinapa para ‘dialogar’. Ese hecho representa la excepción a la regla aplicada por el estado sistemáticamente: la represión, la discriminación y la estigmatización de la juventud estudiantil.


Afortunadamente tampoco han cambiado los estudiantes mexicanos: siguen caracterizándose por su enorme compromiso social, por la densidad moral de sus acciones, por su creatividad y frescura en al planteamiento de sus problemas. Hoy más que nunca, desde 1968, el movimiento estudiantil representa uno de los sectores más críticos de nuestra realidad social, Una y otra vez, desde 1986 se ha levantado para impedir el despojo de los bienes públicos del país, señaladamente el de la educación pública, aunque también han defendido la libertad de expresión y de información, los recursos naturales y el equilibrio ecológico, por no mencionar la diversidad sexual y el derecho de las mujeres sobre su cuerpo. Y es esto último lo que hay que conmemorar el dos de octubre del ’68: que los estudiantes están en lucha, a pesar de los peligros que viven y la marginación de que son objeto por un sistema económico que no cambia ni en defensa propia. Nos recuerdan una y otra vez que es mejor morir de pie que vivir de rodillas.

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