lunes, 20 de enero de 2014

Michoacán: preámbulo de una revolución

El pasado miércoles, la Jornada Michoacán cerró su nota editorial con la siguiente advertencia: “Si la actual administración no es capaz de formularla con prontitud [una estrategia gubernamental coherente e integral], el país vivirá otro sexenio de violencia descontrolada, descomposición institucional y barbarie multiplicada. Es de esperar que no sea el caso”. Las buenas intenciones no se traducen necesariamente en análisis sesudos, “coherentes e integrales”. Pocos espacios informativos aciertan a la hora de elaborar diagnósticos, o bien por compromisos institucionales, o bien por las agravantes limitaciones analíticas que imponen las estériles ideologías dominantes. Ni siquiera la llamada prensa “progresista” arriesga una lectura diferente. 

El conflicto en Michoacán es el preámbulo de una revolución. Es preciso mirar los contenidos del poder y las resistencias para aprehender la naturaleza de las hostilidades, y descubrir los visos insurreccionales que entraña esta crisis social. 

En este tenor, cabe observar que la “violencia descontrolada, descomposición institucional y barbarie multiplicada” no es un problema de capacidades o incompetencias, y que si la “actual administración no es capaz de formular con prontitud una estrategia coherente”, no se debe a una limitación privativa de la entrante gestión peñista, o en su defecto de la saliente gerencia calderonista: la violencia está en el ADN de la propia institucionalidad, la descomposición e incoherencia corre en el torrente sanguíneo de las distintas administraciones.

No se contradice acá la complejidad de la efervescencia en Michoacán. Al contrario, se reconoce tal condición, y por ello se recomienda absoluta consistencia en el análisis. Se sabe que existe una multiplicidad de fracciones en disputa, pero casi nunca se atina en el posicionamiento político (frente al poder) que ocupan estos grupos. 

Tan sólo dentro del consejo de autodefensas de Michoacán concurren 32 coordinadores, tres mediáticamente visibles: José Manuel Mireles, Estanislao Beltrán e Hipólito Mora. Aunque las discrepancias e intereses encontrados priman en los procedimientos de coordinación (aún no sabemos si de manera significativa), esta caleidoscópica confederación de autodefensas se enfrenta fundamentalmente, y con relativa cohesión, a un grupo delincuencial: los Caballeros Templarios (estos además movilizan a ciertos grupos ciudadanos para protestar contra la presencia de las autodefensas). Se especula que existen básicamente dos huestes orgánicas al interior de las guardias comunitarias: una insurreccional (mayoritaria), y otra presumiblemente infiltrada, leal a algún cártel o al gobierno (minoritaria). El cártel Nueva Generación es una suerte de actor sigiloso pero no menos importante. Y por último, el más discreto pero también más decisivo de los actores: el Estado, a cuyas instrucciones acuden los más de mil 500 elementos de la Policía Federal y los 200 efectivos militares que intervienen en la zona de conflicto. 

El desenlace de este primer episodio beligerante es de pronóstico reservado. Pero es un hecho que los bandos en conflagración comienzan a visualizarse con cristalina claridad. Y es acá donde los analistas no pueden desvariar, pues de lo contrario contribuirían a la premeditada e irresponsable desinformación que concertadamente inducen los poderes constituidos. 

Resumidamente, se pueden agrupar a los protagonistas en dos grandes bloques: los que son afines al poder, y los que desafían el poder. 

En el primer bloque se ubican casi todos los actores, incluida por cierto la Comisión Nacional de Derechos Humanos (virtualmente un apéndice del Estado), cuyo presidente, Raúl Plascencia, fijó sin ambages el posicionamiento de este organismo: “No hay ninguna justificación para que grupos de personas armadas en las calles pretendan hacer justicia por mano propia”. Está visto que la policía federal y el ejército también van tras las autodefensas insurreccionales. No es accidental que elementos del ejército mexicano ingresaran violentamente al epicentro del conflicto para desarmar a los colectivos de autodefensas, y no a los cárteles. De acuerdo con las autodefensas, los efectivos militares asesinaron a cuatro personas; destaca tristemente el caso de una niña de 11 años. El representativo del Estado (PRI y consortes) tampoco economiza las amenazas, bravatas e intimidaciones: “[Los operativos] han venido dando resultados (sic) […] Eso eliminará los pretextos (sic) o las razones de quienes dicen (sic) estar buscando justicia” (Jesús Murillo Karam –procurador); “Los delincuentes [o grupos de autodefensa] deben recibir el trato que la ley dispone y en este sentido no habrá ninguna consideración por el Estado mexicano. No hay espacio alguno ni para la tolerancia (sic) ni para la complacencia… Vamos por quienes transgreden la ley” (Osorio Chong –secretario de gobernación). Los cárteles de la droga, unos en contubernio con el Estado, otros con la fracción truculenta de las autodefensas, siguen en lo suyo: disputándose plazas con la venia e irrestricto apoyo logístico de las autoridades. 

En el otro bloque, el insurreccional, se ubican, hasta donde se alcanza a advertir, la mayoría de las coordinaciones del Consejo General de las Autodefensas. Allí se incuba el desafío al poder, que naturalmente el Estado se dispone a aplastar, ahora sí, con “prontitud” e incorregible violencia. 

En suma, el Estado no persigue a los cárteles o las bandas delincuenciales. Por eso desarma a las guardias comunitarias cuando más cerca están de arrebatar a los cárteles el control y recuperar la totalidad del territorio michoacano. Es posible que consintiera el avance parcial de las autodefensas, sólo con el fin de debilitar al cártel de los Caballeros Templarios, y facilitar una claudicación negociada sin costos políticos mayúsculos para el gobierno (recuérdese las incómodas videograbaciones de la “Tuta”, líder de la organización criminal), y acaso posicionar casi monopólicamente a Nueva Generación, que es un brazo armado del cártel oficialista, a saber, el de Sinaloa que regenta el empresario Joaquín “Chapo” Guzmán. 

Los contenidos insurreccionales de las autodefensas radican precisamente en su desafío a toda la cadena de poder que representa el gobierno, la fuerzas castrenses, los cárteles y los intereses creados en torno a estos. Por eso el Estado ha convenido utilizar al ejército para apagar el conflicto, y a la policía sólo accesoriamente: el propósito es liquidar transgresores de la ley, y no prevenir la proliferación del crimen. 

Acá no caben confusiones: las autodefensas desafían el monopolio legítimo de la violencia pública que técnicamente concentra el Estado. Y en este sentido se debe insistir en la existencia fundamental de dos bloques antagónicos: los que salvaguardan este monopolio, y los que se alzan –las autodefensas– contra este delincuencial monopolio en cuyas filas concurren el Estado, los cárteles de la droga y secuaces. 

Este desafío puede constituir la antesala de una sublevación armada. 

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