lunes, 11 de noviembre de 2013

El éxito neoliberal o la intensificación de las políticas de desastre

No pocos se ofenderán con la tesis que acá sostendremos: a saber, que el neoliberalismo ha sido extraordinariamente exitoso. El pasado martes, el historiador Pedro Salmerón, en su colaboración de La Jornada Online, escribió acerca de la publicación del libro “El gran fracaso. La cifras del desastre neoliberal”, de Martí Batres (http://www.jornada.unam.mx/2013/11/05/opinion/017a2pol). Aunque coincidimos con Batres y Salmerón en lo relativo al carácter (socialmente) “desastroso” del neoliberalismo, no podemos, por una razón llana de compromiso con la crítica, admitir la interpretación errática que estima que la política neoliberal fracasó. Endosarle tal calificativo implicaría aceptar una premisa que a nuestro entender es teórica y políticamente peligrosa: que las élites que impulsaron el proyecto neoliberal tenían en mente un escenario distinto al actual; o bien, que el neoliberalismo alguna vez entrañó una perspectiva de cambio social favorable para los pueblos. La palabra “fracaso” sugiere que el plan se desvió de sus coordenadas originarias, o que el resultado final –por una cuestión de incorrecta aplicabilidad o perversión procedimental– no armoniza con la intención legítima de los padres impulsores. Nos oponemos radicalmente a esta lectura. 

Cuando la indecente dupla Thatcher-Reagan puso en marcha las políticas neoliberales, no actuaba en representación de las causas que uno pudiera considerar nobles o socialmente deseables. Procedía en función del sistema, en general, y de un puñado de poderosos, en particular. Los resultados demuestran cuán exitosa fue la política: por un lado, se logró sortear la crisis revigorizando la acumulación de capital (no sin contratiempos), y por otro, casi toda la propiedad pública en los Estados fue transferida a manos privadas. En aquellos años (1970´s-1980´s) se aducía que la crisis era producto de un exceso de fuerza de trabajo frente al capital (lo cual es sólo parcialmente cierto). Esta hipótesis se tradujo en una política anti-obrera que acompañó a todo el proceso de neoliberalización: despidos a granel, recortes de personal, degradación del trabajo (en el trabajo moderno predominan las tareas de fácil ejecución, redundando en una degradación del salario), desmantelamiento de sindicatos, erosión de derechos laborales etc. Pero el “disciplinamiento” de la mano de obra no bastaría para subsanar la declinación de las tasas de ganancia, ni solventar la voracidad de la alta finanza. Era preciso, además, reorientar las funciones del Estado, reduciéndolo a una ordinaria junta de gestión de negocios particulares (aunque en sentido estricto esta es su naturaleza, no actual sino histórica), y entronizar irrestrictamente a los mercados, aboliendo todos los dispositivos de control o regulación. Acá lo que advertimos es una armonía total entre las metas y los resultados. Para decirlo más puntualmente: no se observan visos de fracaso por ninguna parte (tan sólo una escalada de agresividad de los “Acuerdos de Bretton Woods”, que más tarde convergerían en el “Consenso de Washington”; los argentinos lo conocen más escuetamente como “El modelo”). 

Ahora, podría argüirse que incluso desde la perspectiva de la acumulación de capital, para cuyo propósito la política neoliberal fue parcialmente exitosa al principio, acusa descalabros e irregularidades. Está documentado que las tasas de crecimiento en el marco del neoliberalismo están abajo de las expectativas sistémicas. ¿De donde proviene, entonces, la formidable concentración de riqueza que desencadenó la estrategia neoliberal? Sin rodeos: de la desposesión patrimonial. El neoliberalismo es una vulgar estrategia política de acumulación por desposesión. Por eso las transnacionales, en contubernio con los Estados, han confiscado, allí donde el capricho o la necesidad se los demanda, el patrimonio de los pueblos: industrias, servicios de salud, educación, vivienda, transporte, recursos naturales etc. Que las asimetrías socioeconómicas –los desastres– se profundizaran no es ningún accidente o fracaso. Estaba cuidadosamente previsto que la incautación de derechos, patrimonios, recursos, entrañaría una depauperación creciente de los pueblos. Sólo en los cálculos ideológicos de Hayek, Friedman, o incluso el cándido Adam Smith, se puede atribuir a esta distorsión la condición de “accidente”. Recuérdese la pedestre hipótesis de los liberales: que el crecimiento total del producto, con base en la gestión privada, “da lugar a esa opulencia universal que se derrama hasta las clases inferiores del pueblo” (Smith). Los neoliberales anglosajones llaman a esta tomadura de pelo trickle down policy (política de goteo). Este es el hilo ideológico sobre el cual se sostiene todo el entramado de reivindicaciones neoliberales, cuyo vértice es la generalización de la iniciativa privada a todas las esferas de la actividad económica, limitando al Estado –que no adelgazándolo– a las funciones de represión de conflictos sociales, y salvavidas de bancas en quiebra. 

En México, este proceso de acumulación por desposesión (neoliberalización) es más patente que nunca: desnacionalización de la banca (error de diciembre o efecto Tequila); privatización de las tierras en detrimento de la propiedad rural de uso colectivo (reforma de 1992 al artículo 27 constitucional); desmantelamiento de las plantas productivas nacionales (Luz y Fuerza del Centro); privatización de industrias estratégicas (Pemex, Comisión Federal de Electricidad); concesiones a empresas privadas con políticas fiscales preferenciales (First Majestic Silver Corp, Gold Corp Vancouver, y todas las empresas mineras Canadienses que extraen plata, oro, minerales, sin pagar un centavo al fisco, salvo lo correspondiente al pago de derechos sobre concesiones); privatización de los servicios de salud (IMSS), fondos de pensión (ISSSTE), educación (Mexicanos Primero y la reforma educativa en curso), transporte (Mexicana de Aviación –antes del harakiri inducido–, Aeroméxico); aplicación de políticas fiscales restrictivas (impuestos al consumo, no a los beneficios empresariales, como se observa en la reciente reforma hacendaria); desregulación-flexibilización de los mercados laborales (proliferación de empresas de subcontratación de personal –outsourcing), recortes al gasto público, etc. 

El modelo no da marcha atrás: derrocha éxitos. Tan sólo véase los siguientes dos eventos que documenta la revista Proceso esta semana, y que corresponden con los procedimientos referidos: 

“Enrique Peña Nieto le quitó el rango de parque nacional al Nevado de Toluca, con lo que le abrió las puertas al Grupo Atlacomulco para que pueda manejar las 53 mil hectáreas de la zona y realizar las inversiones que desde hace años proyectó para ese bosque”; 

“El director corporativo de Petróleos Mexicanos… envió la circular 2831 a los directores generales de las cuatro grandes subsidiarias… para exhortarlos a reducir plazas de mandos superiores, acelerar jubilaciones, suprimir tiempos extras y 'cancelar plazas definitivas y temporales'… [Y solicitar] que 'refuercen las medidas para contener el gasto de mano de obra por lo que resta del año'”. 

No es modernización, como aduce el discurso público. Ni fracaso, como sugiere la socialdemocracia. No es adelgazamiento del Estado, como corean hasta el hastío ciertos intelectuales (en todo caso es adelgazamiento de patrimonios y derechos, pero nunca del aparato estatal). Ni progreso, como argüiría un vulgar tecnócrata neoliberal. Tampoco ingobernabilidad, como supone el torpe catastrofista. En las disputas públicas entre partidos o facciones, los unos suelen responsabilizar a los otros de los desastres. Pero el problema real, que a menudo se ignora, radica en esa categoría conceptual que a izquierdos o derechos o híbridos acomodaticios les produce indigestión: se llama guerra de clases. Esta guerra a veces atraviesa periodos “fríos” de relativo armisticio, y a veces de alto impacto, de conflagración abierta y sin telones decorativos. El neoliberalismo es una violenta estrategia política para la restauración del poder de clase, que imperiosamente recrudece la guerra. 

A nuestro juicio, y basándonos en la virulencia de los atracos y la militarización de la vida pública, México está atravesando la segunda modalidad de guerra. Para trazar una propuesta política alternativa, es preciso realizar un diagnóstico franco, desinhibido, certero. Y si admitimos que el conflicto no es entre ideologías o fracciones partidarias, sólo resta promover el paso a la acción e involucramiento en este conflicto con absoluta conciencia de la situación concreta: la intensificación de la lucha de clases en México. 

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