miércoles, 3 de julio de 2013

De tratados y de muros. Lo que hay detrás de la reforma migratoria de Obama.



Cuentan los lacayos del poder que en los años en que se negoció el tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre México, EE. UU. y Canadá, Carlos Salinas, en su afán por promoverlo, señalaba que nuestro país estaba ante la oportunidad de dejar de ser la querida del imperio para convertirse en cónyuge legal. El sueño del alemanismo por una integración profunda con el vecino del norte para beneficiarse y saltar a la modernidad lograba cobrar carta de legalización casi medio siglo después. Sin embargo, la anhelada integración está hoy más lejos que nunca; si bien el flujo comercial ha aumentado –con todas las desventajas del caso para la economía mexicana- la confianza entre los socios no ha avanzado en lo absoluto.

En efecto, frente a la crisis financiera internacional, la estigmatización del mexicano en los EE. UU. juega hoy un papel similar al que desempeñó el antisemitismo en los años del nacionalsocialismo en la Alemania, o sea, culpar al extraño de los males nacionales. La reciente reforma migratoria aprobada en el congreso estadounidense con el apoyo entusiasta de Barack Obama, no deja lugar a dudas de la enorme desconfianza que suscita entre los dueños del dinero las condiciones que enfrenta nuestro país. La enchilada completa que alguna vez trató de vendernos el malogrado canciller Jorge Castañeda Jr. es hoy una simple purga  con aceite de ricino.

La profundización de la vigilancia de la frontera, que les costará a los contribuyentes yanquis treinta mil millones de dólares, es en realidad la base de la reforma, ya que al mismo tiempo que estimula la bonanza de las empresas dedicadas al ramo de la seguridad -entre ellas de manera destacada las dedicadas a la producción de armamento- tiene la intención de acallar las críticas de buena parte del electorado blanco de clase trabajadora que se encuentra en serios problemas por la reducción drástica de oferta laboral. La reforma fortalece entonces la idea de que la falta de empleo se debe a la competencia ‘desleal’ de la mano de obra migrante, que ése es el verdadero problema de los EE. UU.

Pero en un acto de prestidigitación política, los impulsores de la reforma pretenden también lograr el apoyo de los migrantes que votan, sobre todo de la comunidad latinoamericana, para así ganar por ambos lados. En este sentido, la reforma abre la puerta a la legalización de alrededor de 11 millones de indocumentados, quienes tendrán el privilegio de obtener la residencia en un periodo de diez años (antes era de cinco años) siempre y cuando se porten bien y demuestren el manejo aceptable del idioma inglés, entre otras cosas. Luego vendría el proceso de obtención de ciudadanía, que podría ser hasta de tres años. Sólo los que ingresaron ilegalmente al país hasta 2011 podrían gozar de semejante privilegio previo pago de hasta dos mil dólares, eso sí, en cómodas parcialidades. 

Es necesario señalar que todas estas oportunidades para que los migrantes logren la residencia legal están supeditas al éxito del muro para contener la entrada de más migrantes. “El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) debe demostrar una eficacia de al menos el "90 %" en sectores fronterizos de "alto riesgo" en un plazo de diez años antes de que los indocumentados puedan obtener la residencia permanente.” Este dato refuerza mi argumento en el sentido de que la reforma migratoria es más bien un plan de militarización fronteriza para reducir a su mínima expresión la llegada de nuevos migrantes. Lo demás es lo de menos.

Las reacciones por parte de la comunidad hispana han sido de júbilo pues por muchos años han trabajado para lograr la legalización de sus integrantes, pero al mismo tiempo admiten sin rubor que hay que atrancar la puerta fronteriza para evitar la entrada de nuevos migrantes. Cerrarán los ojos a las muertes, vejaciones y sufrimientos de los que, de ahora en adelante, intenten cruzar la frontera sin papeles, así sean sus propios familiares.

Por su parte, la reacción del gobierno mexicano, que seguramente conocía el proyecto desde la visita de Enrique Peña a Washington, se basa en el respeto al principio de soberanía, es decir, ni protesta ni se opone abiertamente a la militarización su frontera norte. Más aún: las graciosas concesiones a los compatriotas indocumentados que residen en EE. UU. que reconoce la reforma migratoria, parecen ser resultado de la promesa de Peña de abrir la puerta a los inversionistas yanquis para apropiarse de las reservas petroleras mexicanas. Un pacto de caballeros, of course.

Así las cosas, la integración entre México y EE. UU. es hoy, más que nunca, un proceso de desposesión de la riqueza nacional en beneficio del capital estadounidense, aderezado con una reforma migratoria que, valga la expresión, le tape el ojo al macho para ocultar las verdaderas intenciones de la nueva enmienda. Por eso en lugar de mirar hacia la generosidad de Obama y el congreso estadounidense para con los migrantes, habrá que estar atentos a las maniobras políticas dentro y fuera de nuestro país para consumar la privatización de lo que queda por privatizar de PEMEX. 

Esta privatización bien podría compararse con el Tratado de Guadalupe de 1848, (otro nefasto tratado pero en el siglo XIX) que legalizó el despojo de más de la mitad del territorio nacional en beneficio de nuestro vecino del norte. El TLCAN no estará consumado hasta que se venda PEMEX. Tal vez por ello y previendo los enormes conflictos que acarreará en la sociedad y la economía de los habitantes de este país la pérdida de los ingresos del petróleo, la militarización de la frontera se convierte en un objetivo fundamental para Obama y sus patrones. El eventual tsunami migratorio exige y justifica cimentar el dique-muro. Nunca se sabe.

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