miércoles, 16 de mayo de 2012

México, la violencia sin relato


Las cifras de la violencia vinculada al narcotráfico de México –más de 50 mil personas en los últimos cuatro años– son estremecedoras, como las imágenes que los medios de comunicación suelen divulgar. ¿Qué se esconde detrás de un fenómeno que está lacerando a una sociedad sumergida en el horror, pero que necesita seguir viviendo? El escritor Omar Genovese conversa con su colega mexicano Rafael Toriz, que advierte que no se trata de resignarse ante el espanto (eso es algo que no debemos ni podremos hacer), sino de pararnos ante él de otra manera, bajo otra perspectiva. Y el arte tiene mucho que decir.
Por Omar Genovese 

Rafael Toriz es un joven escritor y ensayista mexicano, nacido en Xalapa. Ha publicado el bestiario ilustrado Animalia y el libro de relatos Metaficciones (Editorial Punto de Partida, 2009). En 2012 publicará los tomos de ensayos Del furor y el desconsuelo y Serenata. El presente diálogo es el resultado de tres encuentros que, inicialmente, incluían la violencia en la zona de Centroamérica. Por una cuestión de espacio, y a modo de introducción al tema, nos centramos en el resultado de los indicadores estadísticos: México iguala –e incluso supera– en cultivo de opiáceas (Papaver somniferum L) para heroína a Afganistán. También corren rumores del desembarco de las mafias rusa, japonesa y china, cada una por su lado, para disputar puntos de producción de drogas. En diciembre de 2006, el gobierno de Felipe Calderón lanzó la lucha contra el narcotráfico; a casi seis años, se cuentan 50 mil muertos, casi el doble de heridos, más de 5.300 desaparecidos, y una espiral de violencia que incluye decapitaciones, filmación de ejecuciones y aberraciones de toda índole, con la proliferación de 12 carteles o “familias” perpetrando más de veinte delitos.

—¿Cuál sería el estado cotidiano que una persona enfrenta en México? Según las imágenes televisivas y las noticias gráficas, algunas ciudades viven una verdadera guerra entre bandas fuertemente armadas, abandonadas a su suerte por la total ausencia del Estado.

—Esta pregunta es delicada, puesto que para responderla México tendría que ser un todo homogéneo, una entidad compacta, cosa que no sucede ni por error. Las provincias, a partir de la caída del PRI, entraron en un proceso de feudalización que se ha visto acrecentado por el narco, el debilitamiento de la figura presidencial y la corrupción desaforada. Existe la violencia específica (secuestros, balaceras, enfrentamientos, asesinatos) en lugares precisos (Veracruz, Coahuila, Nuevo León, Sonora, Chihuahua, Tamaulipas), pero no por la ausencia de Estado sino por su presencia deficiente o en contubernio con los criminales.

A diferencia de Africa, donde no hay Estado, en México –como en buena parte de América Latina– el crimen en no pocas ocasiones es gestionado por el mismo gobierno.

Hay gente y ciudades que están más expuestos que otros. No padece el mismo nivel de inseguridad un habitante del DF que uno de Ciudad Juárez o Monterrey.

—No sólo hay muertos, sino también desaparecidos, heridos y familias destrozadas o sumidas en la mayor incertidumbre. La espiral de violencia conduce al terror y también al horror; ¿qué organizaciones de derechos humanos o estatales asisten a las víctimas?

—En octubre del año pasado, Felipe Calderón Hinojosa inauguró las nuevas oficinas de la Procuraduría Social de Atención a Víctimas de Delito (“Províctima”), y tengo conocimiento de programas de becas y apoyos para los hijos de policías y militares caídos en servicio, también provisto por el gobierno, así como el apoyo de algunas ONG. Por lo demás, el camino del infierno suele estar asfaltado de buenas intenciones.

—Hay un fenómeno en Centroamérica como secuela de las guerras intestinas, la represión generalizada y la miseria endémica, y es el de las maras. ¿Hay una réplica de esto en México?

—Más que una réplica, lo que se establece es una suerte contigüidad, tanto por el flujo de mercancías –México es el puente de paso obligado entre Centroamérica y EE.UU.– como por una asimilación de tecnologías de la violencia. Los desmembramientos y descuartizamientos realizados desde hace unos años hasta la fecha por los distintos carteles tienen una impronta centroamericana. Varios de los miembros de los carteles son ex kaibiles o desertores de esa sanguinaria fuerza de élite que opera en Guatemala. A todos nos sorprende el horror inenarrable con que se cometen los asesinatos, que pareciera cumplir, en el orden de la alegoría, una suerte de ritual narcosatánico, o peor aun, una forma terrorífica de la banalidad del mal. Es precisamente ante ese horror –que no se discute en las mesas de políticos ni literatos– que la representación y la asimilación de la violencia se encuentran sin relato. Creo que hemos llegado a uno de los más espantosos límites del lenguaje.

—El PRI pierde las elecciones y el mapa político mexicano parece disgregarse, ¿se puede decir lo mismo del campo intelectual mexicano? ¿Qué pensadores o intelectuales tienen una visión crítica de la guerra narco?

—Del campo intelectual mexicano, para bien y para mal, pueden decirse muchas cosas. Sin embargo, más que una visión crítica en torno al narco –solamente periodistas de medio pelo pueden avalar una guerra sin tino ni concierto, de un enorme costo civil y político–, hay una sensación de malestar generalizado en la sociedad, al darse cuenta de que el país, desde hace seis años, va en caída libre hacia el abismo. Ricardo Ravelo y Anabel Hernández, entre otros periodistas, han realizado notables y valientes trabajos de investigación en torno a las entrañas del fenómeno del narco. En términos estrictos, nadie cuya opinión valga la pena apoya la guerra contra el narcotráfico en los términos en que se ha planteado desde 2006.

—Desde hace varios años en Buenos Aires se ha difundido, incluso teorizado, sobre los narcocorridos. Escuché algunos y distan mucho de alguna poética tradicional; ¿los narcos generan una estética kitsch?

—Los narcocorridos no son sino una adaptación de los corridos norteños mexicanos, una forma tradicional y algo rupestre del verso que da cuenta de las hazañas, los descalabros y las querencias de los pobladores del norte de México. Formalmente no son ninguna novedad; en todo caso, su aporte es el contenido: una suerte de épica municipal que ensalza a héroes y villanos regionales. Si le quitamos la palabra “narco” pierde parte de su esplendor; eso no ha impedido, sin embargo, que autoridades miopes prohíban su proliferación en conciertos y recitales masivos en ciertos lugares de México, como en Chihuahua, donde recientemente fueron vetados Los Tigres del Norte por cantar narcocorridos, un acto que la autoridad, siempre tapando el sol con un dedo, interpreta como “apología del delito”. La cultura musical y literaria, y perdón por la redundancia, no es sino un reflejo de la sociedad, hecho que las autoridades parecieran no entender.

Al respecto de la cultura kitsch, no creo que sea algo privativo del narco, eso es puro oportunismo. Toda cultura produce sus sótanos y sus áticos. El narco, como cualquier fenómeno humano, no es la excepción.

—¿Y qué simbolismo invocan los narcos? ¿Con qué sentido u objeto? Por caso, las tumbas de muchos de los jefes responden a un culto entre pagano, ostentoso y casi funerario en términos de monumentos rituales.

—No podría responder a esta pregunta sin caer en la especulación. Hace años, en el cementerio de San Pedro, en Medellín, pude ver tumbas cuasifaraónicas –algunas con series de foquitos musicales, otras con juguetes, mármol o granito, todas de un gusto muy particular– que ejemplificaban de manera muy clara las aspiraciones de clase de los narcos colombianos. Me imagino que en México, al ser un país profundamente clasista y simbólico y con una relación muy estrecha con la muerte, los ritos funerarios asociados con el narco deben obedecer una lógica parecida.

—¿Cuáles son las expresiones artísticas más notables ante la violencia que existe? Desde la literatura hasta el cine, incluyendo las artes plásticas, habida cuenta de que las políticas mexicanas de subvención al arte siempre han estado a la vanguardia respecto del resto de América Latina.

—En julio de 2009, la artista plástica Teresa Margolles, como parte del pabellón mexicano, expuso en la Bienal de Venecia la muestra ¿De qué otra cosa podemos hablar?, que consistía en la instalación de distintas mantas bañadas en sangre de gente asesinada por el narcotráfico, así como demás residuos (cristales, sangre, polvo, sudor, restos) recolectados en los lugares donde ocurrieron los siniestros: una atmósfera de desesperanza, horror y crimen. Como souvenir, se obsequiaba al espectador una tarjeta parecida a las de crédito en la que podía leerse, por un lado, “tarjeta para picar cocaína”, y que, por el otro, presentaba la imagen de un cadáver calcinado por delincuentes asociados al narcotráfico. Si bien discrepo con algunos de sus planteamientos, creo que hasta el día de hoy ha sido el trabajo más potente que ha logrado sintetizar el infierno mexicano en todo su horror.

Por otro lado, ha habido dos o tres películas que, en mi opinión, se han quedado cortas, o en la mera caricatura, en su intención de describir la realidad (Infierno; Miss Bala). Personalmente, estoy convencido de que ciertos aspectos de la experiencia humana, sobre todo los más infames, son irrepresentables.

En cuanto a la literatura, se ha gestado una corriente que han dado en llamar “literatura del narco”, en la que, luego de dos o tres autores visibles como Elmer Mendoza o Yuri Herrera, de probadísimo talento, me parece que lo demás se divide entre el oportunismo y la insustancialidad. Habrá que esperar un tiempo para ofrecer una respuesta más precisa y ver si esta coyuntura civil y política deriva en una verdadera literatura. Es muy probable.

—Castellanos Moya ha novelado en “La sirvienta y el luchador” a un siniestro secuestrador y torturador en el ocaso, en El Salvador. ¿Hay alguna obra explícita que siga ese camino?

—No estoy seguro. Recuerdo, sin embargo, un documental que me impactó muchísimo que se llama El sicario, disponible en YouTube. En él, un hombre –de quien sólo conocemos la voz y sus elocuentes manos de asesino– relata la manera en que funciona el crimen organizado para planear sus crímenes, secuestros y asesinatos. Es estremecedor.

—¿En qué estado se encuentran las ciencias humanas en cuanto a pensar y ensayar sobre los fenómenos sociales que genera la ocupación territorial narco? Y si lo hacen, ¿qué han notado como causa matriz?

—Yo creo que ésa es una de las ausencias más graves y tristes; México, a pesar de contar con una vigorosa tradición humanística, se encuentra a la zaga de los conflictos de su tiempo. El pensamiento mexicano en torno a la violencia –como no sea por algunos escritores y periodistas– permanece ensimismado, contemplándose el ombligo.

Tristemente, la academia mexicana, en su gran mayoría, se encuentra divorciada de la realidad y sus conflictos. Existen una o dos excepciones, pero hacen falta más que peregrinas golondrinas para que llegue el verano.

—Estados Unidos ha llegado a un número de población hispanohablante que ya es mayoría respecto del resto de sus habitantes, ¿esto no aumenta la tensión fronteriza? Me explico: ¿no aviva la ilusión de un futuro económico mejor para quienes desde Centroamérica o México quieren emigrar, y con ello aumenta el tráfico humano?

—Yo creo que todas las ilusiones que mexicanos y centroamericanos puedan abrigar al respecto de una vida mejor del otro lado del Río Bravo se diluyen ante la realidad de las disposiciones migratorias estadounidenses, que en un absurdo afán xenófobo y racista siguen haciendo de la vida de los migrantes un verdadero infierno. Para los interesados en el largo peregrinar de los centroamericanos por México, recomiendo los documentales Las patronas y Los invisibles, ambos disponibles en la red.

—¿Cuáles son las predicciones de los intelectuales de México y Centroamérica? Dejemos de lado las esperanzas, pero si Colombia logró la capitulación de las FARC y de los paramilitares, ¿no sería ése un modelo de pacificación?

—Siempre es aventurado y hasta impertinente ofrecer predicciones y toda suerte de augurios. Sin embargo, no hay que ser muy avispado para comprender que, de seguir por este camino, sólo restan la erosión del tejido social y un despeñadero en las fauces del horror y el desgobierno que, pese a las señales evidentes, aún no podemos ni imaginar en toda su dimensión. Lo único cierto del espanto y la degradación humana es que no conocen límite.

Si bien Alvaro Uribe logró pacificar Colombia –a un costo civil muy alto–, yo no creo que el paradigma represor ocasione buenos resultados. No hay que ser oráculo ni un intelectual para saber que la violencia engendra más violencia. En ese sentido, suscribo el análisis y las críticas del investigador Edgardo Buscaglia, quien habla de la absoluta necesidad de volver efectivo el sistema judicial mexicano, profundamente cancerado, donde campea la impunidad. Buscaglia alude a la Convención de las Naciones Unidas contra la delincuencia organizada, también conocida como la Convención de Palermo, que contempla cuatro medidas efectivas:

a) Sanción judicial en un Estado de derecho.
b) Prevención social.
c) Prevención de corrupción política.
d) Desmantelamiento patrimonial de los grupos criminales en el sector legal-formal de la economía.

—Esta guerra lleva casi seis años, ¿qué efectos culturales se manifiestan en la población? ¿Hay un abandono de la educación? Puede pensarse que la brutalidad criminal ha influenciado a las distintas sociedades de manera intensa, más que nada basándose en la noción de que la vida humana tiene poco valor. Más que un terror de dictadura, es un terror de guerra de ocupación.


—Parte del folklore mexicano, es bien sabido, consiste en menospreciar la muerte. Lo que obliga, naturalmente, a menospreciar la vida. En tiempos de violencia, la representación de los sucesos y la asimilación de la experiencia se vuelven particularmente conflictivas. Precisamente por eso es necesario mostrar el mínimo respeto por la vida y la muerte humanas, intransitivamente. Viviendo una realidad catastrófica que impide hasta el derecho a una muerte digna, la ética al contar esas historias implica también una terapéutica, un acto de concilio. Es necesario comprender los límites de la representación para suturarlos, recomponerlos. Para asimilarlos.

México, hasta hace poco tiempo –y pese a décadas de crisis y priísmo–, era un país de gente alegre, hospitalaria y cordial. Luego del sexenio de Felipe Calderón, el temperamento mexicano se ha vuelto negativamente existencialista, un pueblo de susurros y fantasmas que mucho tiene, en el peor sentido, de la Comala de Rulfo.

Probablemente ahora, en nuestro carácter de mexicanos agonizantes en México, sólo puedan revolverse los escombros del mundo que fuimos y con ellos, desde la inmediatez y la ruina, volcarse hacia el goce desaforado.

Hace unos años pasé una temporada en Medellín. En aquel entonces no pude verbalizar lo que veía –todo era una cascada de sensaciones nuevas y contradictorias–, pero luego de un tiempo entendí que se trataba de la vida de una sociedad en guerra que parecía que no estaba en guerra. La gente compraba, iba a la escuela, a los cafés, sonreía y paseaba por las calles, pero una tensión sesgada, revelada plenamente cuando un militar golpeaba a un ciudadano o se escuchaban balaceras, aparecía de repente sólo para recordar, como por descuido, que es posible vivir pese al conflicto. Es necesario.

No se trata de resignarnos ante el espanto (eso es algo que no debemos ni podremos hacer), sino de pararnos ante él de otra manera, bajo otra perspectiva. Se trata, para decirlo llanamente, de vivir cantando.

Fuente: http://www.perfil.com/ediciones/2012/5/edicion_676/contenidos/noticia_0006.html

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